viernes, 31 de mayo de 2019

La viuda (Greta, 2018)***

Dir: Neil Jordan
Int: Isabelle Huppert, Chloë Grace Moretz, Maika Monroe, Stephen Rea, Colm Feore, Zawe 
Ashton

Isabelle Huppert: la perfecta viuda inquietante      

Esta es una de esas ocasiones en las que, una película aparentemente menor, con una historia sencilla, en manos de un director de la trayectoria y experiencia de Neil Jordan, y con un reparto idóneo, se convierte en filme sólido. La viuda se mueve entre el thriller psicológico y el terror como pez en el agua. Y ese pez capaz de nadar, como nadie, en las procelosas aguas de dichos géneros, y en cualquier otro, es una todoterreno llamada Isabelle Huppert. La Huppert, como a mí me gusta llamarla, es una bestia fílmica con una capacidad camaleónica fuera de lo corriente, capaz de meterse, como nadie, en  la piel de protagonistas con perfiles psicológicos complejos y perversos. En su ya dilatada filmografía, ha demostrado ampliamente estas aptitudes, especialmente a las órdenes del gran maestro del cine francés Claude Chabrol. Recordar en este sentido, sus fabulosos trabajos con él en Prostituta de día, señorita de noche (1975), La Ceremonia (1995), Gracias por el chocolate (2000) o Borrachera de poder (2007).
 

Por otro lado, el personaje de La viuda que interpreta la Huppert, a nivel de referentes, bebe de forma indudable de la enfermiza personalidad de La pianista (Michael Haneke, 2000), uno de los mejores trabajos de esta gran actriz francesa. Su frialdad y capacidad mimética para interpretar a este tipo de mujeres, en especial, sus complejas personalidades, hacen de Isabelle Huppert una actriz única. 

En La viuda, el director irlandés Neil Jordan (del que luego hablaremos), realiza un filme sin efectos especiales digitales, con un estilo pulcro y sencillo, más propio de filmes de suspense de los 70 y 80, como la excelente Al final de la escalera (Peter Medak, 1980) o El caso de la viuda negra (1987), un thriller de Bob Rafelson que nos habla también de estas inquietantes y letales mujeres. Greta, que así se llama esta inquietante viuda, y que además da el título original al filme, es una mujer enigmática, extraña, amable en apariencia, que vive sola en una discreta casa baja de Manhattan (Nueva York), una casita a la que llegará una jovencita llamada Frances (Cloë Grace Moretz) con el fin de devolverle un bolso que Greta ha extraviado en el metro. Un referente claro, en este caso, a los cuentos tradicionales que siempre han asustado a los niños, donde la “bruja” que vive en esa “casita de chocolate”, 
aparentemente agradable, es en realidad una trampa ideal (al igual que la telaraña que teje la 
viuda negra) para atrapar a esos niños incautos e inocentes, aprovechándose de su bondad. Esto mismo es lo que le ocurre a Frances, una joven buena, bastante ingenua  y confiada, carente de la figura materna, y para la que Greta resulta, en principio, un hallazgo, una amistad inesperada. 



Con la soledad, la bondad y la inocencia, como temas centrales, Neil Jordan construye un engranaje perfecto, dentro de su sencillez, que se apoya en la calidad de dos estupendas actrices (Moretz y Huppert), valiéndose de un Macguffin muy al estilo del maestro Hitchcock y que, en este caso, es el bolso de mujer que la viuda utiliza como método de captación. No en vano, Jordan es un director con una amplia carrera a sus espaldas, y que ha demostrado moverse muy bien, tanto en el terreno del suspense, como en el del terror. En este sentido, recordar trabajos suyos como En compañía de lobos (1984), filme en el que realizaba su particular versión del cuento popular de Caperucita, Mona Lisa (1986), Entrevista con el vampiro (1994), In Dreams (1999), El buen ladrón (2002) o La extraña que hay en ti (2007). 


Con todos estos mimbres (historia, cuentos populares, grandes actrices) y un guión de Ray Wright y del propio Neil Jordan, el director irlandés ha construido un filme que funciona bien, sin alardes, más propio de épocas pasadas, donde importaba más lo sustancial que lo efectista. De este modo, Isabelle Huppert, no necesita maquillaje ni efectos para convertirse en un monstruo deforme o en un fantasma aterrorizante. Ella misma es el monstruo. Porque el verdadero monstruo, el lado más terrible y oscuro, siempre está dentro, agazapado y oculto, listo para salir en el momento adecuado y abalanzarse sobre su desprevenida presa. Y ese es el verdadero terror, no el de los efectos digitales. Ese es el terror más profundo, porque es real y factible. Porque nos rodea sin que lo veamos. Porque un/a psicópata, puede estar sentado a nuestro lado en un metro, en un restaurante, y no podemos detectarlo. Y, por cierto, Isabelle Huppert, que está espléndida, como siempre, da mucho miedo. Ese miedo real e imprevisible. Es esa agradable viuda que te invita a su casa a tomar una taza de té, pero que no sabes si será la última que tomarás en tu vida. Y es que, en este despiadado mundo, siempre habrá cazadores y presas. Lobos y corderos. Brujas y niños inocentes a los que invitar a un buen chocolate

Gonzalo J. Gonzalvo

-Aragonia, Palafox-

sábado, 4 de mayo de 2019

El árbol de la sangre (2018)*** Referencia exprés 36

Dir: Julio Medem
Int: Úrsula Corberó, Álvaro Cervantes, Najwa Nimri, Patricia López Arnaiz, Daniel Grao, Joaquín Furriel, Maria Molins, Emilio Gutiérrez Caba, Luisa Gavasa, Josep Maria Pou, Ángela Molina. 

El "Caótico Medem", es un cineasta apreciable que personalmente nunca me ha entusiasmado. Eso sí, el donostiarra me sorprendió gratamente en sus inicios con Vacas (1992) que en mi humilde opinión sigue siendo su mejor película. Luego, su mundo, su peculiar mirada, casi siempre me han aburrido bastante. 

Ahora, en El árbol de la sangre, Medem (siempre responsable de sus guiones) se sirve de Marc (Álvaro 
Cervantes) y Rebeca (Úrsula Corberó), una joven pareja que viaja hasta un antiguo caserío vasco que perteneció a su familia, para contarnos con un proceso algo caótico pero refrescante, la historia común de sus raíces familiares, creando así un gran árbol genealógico donde se cobijan relaciones de amor, desamor, sexo, locura, celos e infidelidades, y bajo el que también yace una historia repleta de secretos y tragedias. Lo cierto es que me ha recordado bastante, aunque algo remozados y actualizados, los planteamientos de la admirada Vacas,  y hay que reconocer que su cine, a pesar de mis reparos, eppur si muove (y, sin embargo, se mueve).

Roberto Sánchez

Buñuel en el laberinto de las tortugas (2018)****

Dir: Salvador Simó
Int: Jorge Usón, Fernando Ramos, Luis Enrique de Tomás, Cyril Corral.

¿Puede, una película de animación, ser una obra de calidad y dirigirse a un público adulto y maduro? ¿Puede ser, además de entretenida y seria, documentar una serie de momentos muy importantes en la historia del cine? La respuesta es un SÍ, rotundo y mayúsculo. 

La película tiene como punto de partida un cómic del mismo título de Fermín Solís, por otro lado excelente, que adaptaron para el cine Salvador Simó y Eligio R. Montero. Producirla no ha sido fácil, pero a nivel creativo fue muy valiosa la participación de Javier Espada, durante mucho tiempo director del Festival de cine Buñuel-Calanda, y uno de los expertos, que además de ser uno de los productores ejecutivos, asesoró de manera eficiente a los guionistas. A Espada no le falta experiencia en trasladar el recuerdo y la memoria de Buñuel (no está de más insistir en que es uno de los más importantes cineastas de la historia), al soporte audiovisual. Javier Espada ha dirigido El último guión. Buñuel en la memoria (2008). junto a Gaizka Urresti, Tras Nazarín. El eco de una tierra en otra tierra (2015) y la reciente, Generación: Buñuel, Lorca y Dalí (2019), junto a Albert Montón, tres importantes hitos en la documentación cinematográfica sobre el maestro calandino, que demuestran que la figura de este cineasta no decae con los años, sino que mantiene su pegada e impacto en unos tiempos en los que la creación en el terreno del audiovisual es especialmente pacata y 
opaca, sólo interesada por los rendimientos económicos.



Las Hurdes (1933), es una poderosa bofetada al concepto tradicional del documental, y seguramente una de las más brillantes películas surrealistas que se han hecho. Buñuel logró indagar en la realidad de un territorio marcado por las lacras de la pobreza y el aislamiento, una zona de España que vivía una pesadilla extremadamente real, anclada en un pasado depauperado y desesperanzado. La película continúa removiendo conciencias y generando controversias pero fue capaz de denunciar la situación y a partir de ese momento se inició, poco a poco, una sensible transformación que mejoró la situación de aquella zona olvidada, aunque hubiera que esperar muchos años. 



Como pueden suponer, lanzarse a la aventura de rodar en aquel territorio, de hacerlo con un equipo mínimo, sólo estaba al alcance de la genialidad de un Luis Buñuel que venía de provocar otro escándalo con La edad de oro (1930), otra potente provocación que sacó de quicio a más de uno y que hizo quedarse al realizador fuera de juego durante casi tres años. Esos problemas, la suerte de contar con el dinero de la lotería que le prometió su amigo Ramón Acín, maestro, artista plástico, pedagogo y anarquista oscense, que los guionistas han convertido en un personaje muy válido para contraponer a la inmensa figura del cineasta y derivar, con acierto, una parte de la historia al relato de una bella y sincera amistad.



Otra de las virtudes del film de Simó es que ha huido de la hagiografía, mostrando con valentía los claroscuros en la personalidad del calandino, sus obsesiones y sus debilidades que ayudan, algo, a entender la complejidad de este genial cineasta, hijo de su tiempo, adelantado de la Vanguardía y capaz de transformar sus traumas que enraízan profundamente en una tierra dura, en un pasado marcado por las tradiciones del Bajo Aragón, en pura creación, en puro cine, sublimando con brillantez los sueños y pesadillas en luz creativa, luz en movimiento, que nos ilumina, que nos conmueve y que Simó ha sido capaz de mostrar sin reparos.



Una sencilla técnica de animación, sólidamente apoyada en los actores que ceden voz, gesto y movilidad, con generosidad y profesionalidad, destacando el aragonés Jorge Usón (Buñuel) y Fernando Ramos (Ramón Acín), a las que hay que sumar una magnífica banda sonora de Arturo Cardelús, permiten asistir con auténtico placer al proceso técnico, pero también emocional, que supuso el rodaje de una película que transformó para siempre el concepto de cine documental y abrió de manera decisiva al género hacia el arte de contar en imágenes. Buñuel se encontró (recreando lo que fuera necesario) un mundo que parecía existir sólo en las pesadillas, demostrando que estaba a nuestro lado, demostrando que no había que mirar hacia otro lado, que había que adentrarse en el horror, enfrentarlo y empezar a superarlo.

Roberto Sánchez.

-Aragonia-